La rebeldía de las palabras cómodas
Si tuviera que descomprimir mi modo de escribir, mi estilo, mi código de armar oraciones, correría el riesgo de escribir distinto. Entonces no voy a poner el punto donde usualmente estaba enfatizando una sensación acorralada entre líneas. No voy a escribir reiteradamente las palabras clásicas de mi lenguaje preferido, ni voy a ponerle tantos adjetivos complejos a cada pensamiento de mi cabeza sobrepensante, digo de mi cabeza. ¿Ven? ahí lo hice y corregí.
Entonces haría un texto diferente, sin frases
pícaras, sin hablar demasiado en primera persona. Por eso, ella seguiría
escribiendo con la rareza de una escritura nueva y desconocida, que tampoco
tendría tantos porqués, ni cuestionamientos, ni finales que empiezan con el
principio.
Sacaría un par de frases poéticas y no
describiría figuras físicas con tanto detalle como lo solía hacer, ni sus
gestos, ni el amanecer. Entraría más el suspenso, porque recibió un llamado de un
anónimo cuando se consumía la tarde. Tampoco formaría relatos explícitos con moralejas
a pensar. El celular sonó de nuevo y esta vez estaba asustada.
No sería capaz de anticipar su relato con un
título corto y delator que describa alguna cualidad de sus protagonistas
cotidianos. Porque no habría personajes, sino un teléfono.
Habría diálogo, lo que hace mucho no usaba
-¿Hola?, ¿hola? Y también exclamación... - ¡Contesten por favor!
Sin ir más lejos, dejaría de hablar en condicional,
reemplazando el "dejaría" por "va a dejar" de hacer todo lo
que hace. Acaba su escrito sin despedirse y sin un último párrafo como llamando
a la reflexión de su blog cálidos grises.
Incluso esta vez incluyó a una segunda persona
que ni siquiera aparece, y se animó a evitar describirla para dar pistas al imaginarla.
Jamás, jamás, terminó un artículo con un
diálogo ni una onomatopeya.
¡Riiinggg!
-¡Má, vení ya! Alguien quiere
entrar en casa.
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