TOC
Entonces me voy, intranquilo, molesto, insertándome de nuevo en la
rutina, esa que la gente hace para sobrevivir, esa que no termino de entender y
que la gente odia y acepta, y obedecen como un nene a su mamá plantándose en
esta sociedad con esta suciedad, me pregunto por qué Dios acepta esto.
Seguí caminando y noté cómo en la calle me miraban; agarré fuerte mi
maletín como sintiendo que lo mío es mío, para un abogado las cosas son así,
más con 29 años que ya conozco esto, después de cuatro años de jardín, siete de
rutina infantil preadolescente, cinco de secundario, ahora lo mío es mío.
Un hombre apurado me empujó entre la gente, reaccioné y volví de mis
pensamientos, ni disculpas me pidió, sentí necesidad de golpearlo pero ya era
tarde y nose no podría, todavía siento culpa cuando una tarde Estela tropezó
conmigo y se alejó sin dejarme hablar, no me saqué el nudo en la garganta hasta
pedirle disculpas.
Con Estela éramos vecinos. Tenía una mirada rara Estela. Siempre salía
de su casa como buscando algo. Baldeaba la vereda, me hacía una mueca algo
simpática y volvía a entrar. Era alta, ojos oscuros, usaba el pelo detrás de la
oreja, no me gustaba eso porque el pelo largo y castaño le quedaba mejor
suelto. La piel áspera tenía también. Una vez me saludó con un beso en la
mejilla y la sentí, y se volvió a alejar.
Finalmente llegué al trabajo, que mi madre supo conseguirme alguna
vez, sentí rechazo por eso. Era un pequeño estudio de abogados, frío pero bien
ubicado.
Trabajaba, con los juicios de divorcios de Emilia Salgado; estaban los
bienes, la ley, mi jefe, sus dos socios, uno serio, el otro reprimido; la
secretaria mujeriega y el gordo simpático. Escuchaba, redactaba, miraba de vez
en cuando a la secretaria suplente. Recuerdo que una vez mi hermana Agustina
había organizado para que saliéramos pero fue aburrido, aparte me parecía un
poco gorda y caminaba mal.
Nunca me alcanzaba el tiempo. Quería almorzar y no podía, quería
terminar un caso y no llegaba, decirle a Noelia que no me gustaba su peinado,
quería lavarme las manos. Ese día ya harto de todo me aseguré que la ventana
esté bien cerrada, miré mis zapatos y me fui a casa para cenar.
Por suerte había comida, mi madre siempre la hace, a veces Agustina
con su novio la ayudan pero comen en el cuarto de la tele con la puerta semiabierta,
entonces los saludo y no entro ni los miro, saludo como desde lejos, me enjuago
las manos y me lavo mi cara como si quisiera sacarme del cuerpo la tos que
salpica mi jefe, el frío, la mugre, el aire caliente que tira la gente de sus
bufandas.
Cuando fui al baño me miré al espejo y me sequé con fuerza con la
toalla azul, siempre me da alergia por la presión entre las hilachas y mi piel.
Saludé a mi madre pero le esquivé la cara como otras veces, no la miro a los
ojos, no me gusta. No me entienden, prefiero primero ir a mi cuarto y ordenar
los cajones.
La cena fue poco familiar, desde que mi abuela se cayó y quedó
postrada es distinto, no camina y quedó sorda; yo le llevo el desayuno y le leo
la Biblia y aunque no oye, la calma verme leer.
Cuando todos se acostaron me levanté a ver si el gas quedó prendido;
en esta casa son todos inconscientes, mi padre con el cigarrillo que fuma
mientras critica a las mujeres y mi madre que llora, toma pastillas y vuelve a
llorar. Viven juntos pero duermen separados. - Dejáte de joder con tanto mambo - me decía. Pobre tipo, ni con el juego nos puede mantener.
Ahí pienso en Estela, su piel, su boca, su novio. Y el tiempo se
calma. No quiero hacerle mal, en misa pido por ella, no conozco bien su voz
pero tengo latente su mirada baja, ajena. Pero no le hablo.
El 2 de julio el invierno
quemaba. Y la ví, como tantas otras veces, ese día pensé en Dios, retuve el
aire y lo escupí. Basta de tanto mambo me acordé. Ella barría la vereda con su
pollera larga y sus ojos opacos. Me acerqué y en un principio de sudor tomé su
mano sin temblar y le dije hay café en
casa. Miró sin entender pero no se soltó. Traté de no pensar que alguien me
observaba, que iba en contra, que estaba haciendo mal. Ya en mi casa retuve la
impotencia de no lavar mis manos y nos sentamos en el comedor. Charlamos hora y
media, la veía interesada aunque sentía que a veces desviaba la mirada, nose,
como hacia un ningún lugar, algo la ponía intranquila como si quisiese que todo
esté en orden.
Me contó que se crió en el campo, yo le sonreí. Sus labios eran más
secos de lo que pensaba, y aunque me incomodaba su pequeño lunar en el labio lo
superé y me enfoqué en ella toda. Hubo un silencio y ahí vino el impulso a
tirarla y besarla, abrazarla hasta quitarle el aire y después venía la dulzura,
y mi moral decía cosas pero no la escuché, y giré para ver la llave de gas pero estaba apagada, y miré mis
manos y estaban limpias, y la voz de mi padre no me acosó, ni los gérmenes, y
tenía alergia pero la controlé y mi abuela dormía. Entonces la besé y se paró
el tiempo.
Abrió sus ojos sorprendida sin pronunciar nada, como saliendo de un
shock. Tardó en reaccionar, y cuando esperé que diga algo, se levantó en un
solo movimiento y corrió hacia el baño.
Pasaron cuatro minutos. Entonces la fui a buscar, y ahí estaba, tan
linda, con la puerta semiabierta,
fregándose la cara con la toalla azul como queriendo limpiarse, como
tratando de sacarse algo, o mejor dicho de desinfectarse.
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