Dejar el barrio
Mi barrio no fue mi barrio, ni un 2do “C”
de la calle Curapaligüe de un edificio tranquilo y menudo de Buenos Aires.
Flores, donde aún vivo, fue la decisión que
tomé en Colombia de adentrarme a nuevas vivencias en un techo alto y una pieza
azul con toques salmón.
Fue Mendoza, Brasil, y la renuncia al
trabajo que en el último tiempo me dio más de un dolor de cabeza, pero sin
fraccionarlo, las mejores anécdotas.
Curapaligüe al ciento y algo, fue cocinar
con albahaca y nuez moscada, aprender el arte de las pizzas caseras, correr en
el Ángel Gris, nombre que leí 9 años atrás en aquel libro de Alejandro Dolina,
sin saber que más tarde sería la plaza de mi vida.
Fue y es también el amor, Flores. El estar
acompañada, es Nestor y Lelia, mis abuelos postizos. 90 años, uno que otro
viernes, colmaron las charlas de la experiencia.
Los colectivos que tardaron y me hicieron
llegar tarde a varias reuniones y los que no. Porque en los primeros, hablé por
teléfono con mi hermano y mi familia, retomando el tiempo volador, y en los
segundos, caminé, caminé, y caminé haciendo tiempo, y disfrutando cada detalle
de otros caminos.
Mi peluquería y mis cambios de looks (y de
humor). Mi psicóloga, mi kiosco y mis medialunas de promoción, es todo esto.
Plaza del Ángel Gris.
Cambia el barrio, cambia el arraigo. De
cómo veo el mundo en base a cómo lo quiero ver ¿Acaso me despido de esto a lo
que llevo como empujón de energía? No creo.
Me cuesta abandonar la mesa de la plaza
donde empecé a escribir estos artículos. Donde abracé y besé, donde discutí,
lloré, y volví a besar. Me apego al olor a lluvia con la ventana semi abierta y
a las charlas de a dos en el parque Chacabuco que, incentivada por otra
historia, me hicieron dejar todo en la vida que no me emocionaba.
El aire que daba Flores, ¿será igual en
todos lados?
Trabajé como vendedora en decoración porque
quise, también. Yo, la que lo mío era el arte. Me animé a todo eso y más.
Festejé mi cumpleaños por primera vez en un
departamento de la capital y no en un bar, que al ser de afuera, no tenía el
espacio para mezclar de amistades.
También elegí en qué vereda andar, mis
carcajadas, mi llanto a milo, y al afecto de mi querido Carlos Torres, mis
charlas reiniciadas con mi hermana.
Aprender a decir basta, entenderme,
conocerme. Saber que todo eso, eran miedos, comprender mis maneras de
reaccionar.
Rivadavia al 6200 fue comer pochoclos,
emborracharme, tomar vino y saborear comidas místicas.
Fue concretar donde estaría si alguna vez
entraba a una agencia de publicidad como redactora creativa, y era acá.
Despedir, no. Quizás sumar a lo nuevo, que
todavía no tiene forma, pero avanza.
Desarmar, para rearmar. Tirar para soltar.
A un mes de dejar este barrio, comprendí
que no lo voy a dejar, porque fue mi etapa, mi cuna de emociones latentes, mis
formatos desconocidos en experiencia del tiempo, mis tiempos.
Algunos lugares te agarran viviendo etapas
más tranquilas, otros, con demasiado aprendizaje… así fue Flores, que aunque de
flores no tiene mucho… las raíces y el color, al final, son de la gente que
vive en él.
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